El protocolo de principios y mediados del siglo XX decía que los hombres debían saludar a las mujeres con un besamanos y que una mujer jamás debía autopresentarse, ¡y mucho menos a un hombre! ¿Se imaginan que hoy día una ejecutiva tuviera que esperar a que alguien la presentara a los demás para poder saludar? ¿O que hubiera de soportar que todos sus interlocutores le besaran la mano? Pero eso no quiere decir que haya desaparecido el protocolo, ni que pueda prescindirse del saludo, de la cortesía o de las buenas maneras.
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"El protocolo es hoy día el elemento básico de la comunicación, mientras que el siglo pasado se entendía única y exclusivamente como ordenamiento de las personas en función de su categoría o estamento. La diferencia es que se ha ampliado como instrumento de comunicación: es la educación, el saber estar, el sentido común, el no perder las formas; en defi nitiva, lo que de forma coloquial se denomina el "buen rollo", el respeto mutuo a quien tienes enfrente, a tu lado o por encima de ti", explican desde la Asociación Española de Protocolo (AEP).
Claro que ese saber estar y ese sentido común no son tan fáciles de aplicar, porque la sociedad actual es mucho más compleja, más diversa y desdibujada, y hay múltiples y muy distintos espacios sociales. Salvador Cardús, profesor de Sociología de la Universitat Autònoma de Barcelona (UAB), destaca que hemos pasado de una sociedad uniforme, con una jerarquía clara de quien era la clase dominante, a otra sociedad con la jerarquía desdibujada, con grupos sociales de origen muy distinto, y eso ha complicado el sistema de convenciones para comunicar respeto. "El sentido común no funciona porque hay muchos sentidos comunes distintos para aplicar", dice. Y explica que a él puede parecerle fuera de lugar que un estudiante acuda a un examen en la universidad con chancletas de playa porque se trata de un acto formal, pero en cambio no se atrevería a afi rmar que ese estudiante está faltando al respeto al profesor, aunque ésa sea la interpretación con sus propios códigos.
Cardús cree que la cuestión es que se ha diversi-fi cado la sociedad y en un campus universitario puedes encontrar profesores con pajarita y también otros en pantalones cortos, y estudiantes que acuden a clase vestidos de campo y playa.
Su conclusión es que la crisis de buenas maneras no obedece tanto a cuestiones de tipo ético o a falta de valores como a la ausencia de referencias claras y a una mayor complejidad social. "En una sociedad donde hay familias que no tienen mesa de comedor, donde sus miembros comen o cenan en el sofá a medida que van llegando a casa, difícilmente se puede pedir a los niños que no se levanten de la mesa hasta que acaben de comer o que no comiencen hasta que todos estén servidos", ejemplifica.
De todos modos, que sea difícil regular un código común para todos los grupos y ámbitos sociales no quiere decir que haya que renunciar a las buenas maneras. Más bien hay acuerdo en que son imprescindibles. El filólogo Eustaquio Barjau sostiene en Elogio de la cortesía (A. Machado Libros) que las buenas maneras son necesarias para facilitar la comunicación con otros y como método de protección ante el continuo contacto con los demás. Su tesis es que la cortesía convierte la sociedad, la urbe, en un espacio no sólo habitable, sino amable y creativo, y que sin un mínimo de buenas maneras que engrasen los nexos entre los integrantes de los grupos muchas relaciones (en especial las que comportan sumisión) serían en exceso tirantes. Explica Barjau que las relaciones corteses propician que se mantenga una distancia entre los implicados en una relación, incluso entre iguales, que permite preservar un espacio propio y protege de la intromisión.
También Cardús reivindica la necesidad de contar con unas normas de buen comportamiento. "Es preciso establecer al menos unos mínimos básicos que, aunque no sean universales, sí sirvan para lugares concretos, como un determinado centro de trabajo o una familia; porque si no hay un código de comunicación, no es que estemos ante una mayor expresión de libertad, sino de confusión", dice. Pone como ejemplo el uso actual del móvil, que considera "enormemente" mal educado. "Se produce una situación de extrema violencia cuando en una conferencia quien está sentado en primera fi la se pone a hablar por el móvil", afi rma. Uno podría pensar que es innecesario verbalizar normas que digan que eso es de mala educación o que hay que apagar el móvil antes de entrar en una conferencia o reunión, porque parece de sentido común. Pero Cardús reitera que el sentido común no funciona: "Lo he visto hacer a personas muy educadas, y he estado en reuniones muy formales en las que la gente contesta el móvil sin salir de la sala".
La solución, a su juicio, es establecer reglas para cada espacio social y explicitar en cada centro de trabajo, cada escuela o cada familia dónde se puede usar el móvil y dónde hay que desconectarlo. Porque el protocolo del siglo XXI, para este sociólogo, pasa por "unas buenas maneras de geometría variable, que se puedan adaptar según las circunstancias".
En una línea muy similar se expresa Victoria Camps, catedrática de Ética y Filosofía de la UAB. "Hemos pasado de una educación muy autoritaria a una sin autoridad y sin disciplina; por miedo a ser excesivamente dogmáticos, hemos descuidado las normas de cortesía y urbanidad, pero esas normas son la base del aprendizaje moral; si no nos gustan las antiguas, podemos sustituirlas, pero debe haber unas convenciones mínimas". Los propios términos cortesía,urbanidad,modales
son palabras en desuso. "Pero el menosprecio a las normas nos ha hecho afl ojar en algo que es fundamental en educación: la coacción mediante una normativa clara y el esfuerzo por hacerla cumplir", subraya.
A su juicio, debe haber unas convenciones básicas - como no gritar demasiado, tratar bien a los mayores o pedir las cosas por favor- que permitan tratar a cada cual como debe ser tratado, que faciliten la convivencia cívica en las ciudades, el respeto del espacio y de las cosas públicas.
De hecho, contempla las viejas virtudes de la austeridad, la templanza y los buenos modales como virtudes cívicas necesarias para una vida individual y colectiva civilizada y tolerante. Camps recuerda que, aunque en la escuela ya no enseñan todas estas normas de urbanidad, siguen siendo igual de necesarias que hace medio siglo, como prueba el hecho de que algunos ayuntamientos (el de Barcelona entre ellos) hayan tenido que recordarlas - y exigir su cumplimiento bajo amenaza de sanciones- por la vía de ordenanzas municipales. "Siempre tiene que haber una mínima coacción, porque la gente no se autorregula", comenta Camps.
La catedrática de Ética y Filosofía está convencida de que ésta debería ser también la línea a seguir por las escuelas e, incluso, por las familias: regular los aspectos de comportamiento que más fallan y unas normas básicas de convivencia. "No hace falta que desde fuera se imponga nada, pero sí que cada centro establezca una mínima normativa que regule también las cuestiones más funcionales, como si se puede o no llevar gorra, qué se hace con los móviles, si se puede masticar chicle
", indica. Algo similar a lo que debería ocurrir en cada hogar, donde los buenos modales pueden servir para compatibilizar la espontaneidad que proporciona el ámbito familiar con el respeto exigible a los otros.
Porque a la hora de relacionarse, uno no debería olvidar que la imagen que tendrán los demás de él no dependerá sólo de su aspecto físico o de lo diga, sino también de sus gestos, de su comportamiento, de sus expresiones y de su personalidad.
Saber comportarse o no en cada circunstancia dice mucho y transmite siempre una imagen de cada persona. La puntualidad, devolver un saludo, enviar a tiempo una invitación, atender de forma adecuada una llamada, escribir correctamente un mail o mirar a nuestro interlocutor en vez de al móvil son requisitos que no deben descuidarse.